Los conceptos de tiempo y de espacio son inseparables y fundamentales en física. De hecho, podemos decir que sin ellos la física no existiría. La física tiene como objetivo describir los procesos naturales enmarcándolos en unas reglas generales con capacidad predictiva que denominamos leyes. Más concretamente, la física pretende responder a la pregunta de cómo se producen los cambios que observamos en nuestro mundo, no por qué se producen. Un primer paso para estudiarlos consiste en definir un sistema de cuatro coordenadas que permita seguir estos cambios, tres de ellas para fijar la posición que ocupan los cuerpos dentro del espacio y la cuarta para fijar el instante en que lo hacen. El espacio es, pues, el contenedor en el cual situamos los acontecimientos estudiados y el tiempo el parámetro que permite seguir su variación. Si el mundo que nos rodea no cambiara, si fuera fijo como en una fotografía, no habría la necesidad ni siquiera de la noción de tiempo. Así pues, las ideas de tiempo y de cambio son inseparables (Heráclito, según la traducción de B. Haxton, 2001).
El cambio más simple que podemos considerar es el que se produce en la posición espacial de los cuerpos que nos rodean. Hay también cambios en su estado o composición. Pero el estado y la composición de los cuerpos también responden esencialmente a variaciones en las posiciones y las velocidades —es decir, en los ritmos de cambio de las posiciones— de las partículas que los constituyen. Por lo tanto, cualquier cambio se reduce, en última instancia a una variación en las cuatro coordenadas espacio-temporales de partículas. Evidentemente, si las cuatro coordenadas cambiaran siempre a la vez, no habría nada que distinguiera las tres dimensiones espaciales de la dimensión temporal. Las cuatro dimensiones serían intercambiables. Pero las variaciones que observamos en el mundo que nos rodea nos muestran que una coordenada, la que denominamos tiempo, siempre cambia mientras que cada una de las tres restantes, que denominamos espaciales, puede hacerlo o no según el caso. Esta diferencia sutil está en la base de la distinción entre espacio y tiempo.
Nuestra percepción del espacio y el tiempo
Tal como las percibimos (fig. 1), las tres dimensiones espaciales son independientes las unas de las otras y de la dimensión temporal. Todas ellas son continuas —es decir, que su variación se puede subdividir en partes tan pequeñas como se quiera— y homogéneas —todos sus puntos se comportan del mismo modo—. Ahora bien, mientras que las dimensiones espaciales son a la vez isotrópicas —todas las direcciones se comportan del mismo modo—, la dimensión temporal muestra una dirección privilegiada. Efectivamente, así como con el espacio podemos decidir movernos arriba o abajo, a la derecha o a la izquierda, adelante o atrás y al ritmo que queramos, en el tiempo solo lo podemos movernos hacia el futuro, no hacia el pasado.
Figura 1. Representación de las tres dimensiones continuas
independientes del espacio y de la dimensión independiente del
tiempo igualmente continua tal y como las percibimos.
Ni siquiera podemos escoger el ritmo en que lo hacemos. Este ritmo parece venirnos impuesto por una fuerza inescapable. El origen de estas dos características tan particulares del tiempo, la flecha del tiempo y el ritmo al cual se recorre, han intrigado los físicos de todos los tiempos.
La flecha del tiempo
Como decíamos, todos los cambios en la naturaleza se pueden reducir esencialmente a variaciones en la posición de partículas. La mecánica, la rama de la física que estudia el movimiento de los cuerpos sometidos a fuerzas (o interacciones), muestra que estas variaciones vienen descritas por ecuaciones diferenciales de segundo orden reversibles temporalmente. Es decir, si cambiamos el signo del tiempo la curva que describen es la misma, recorrida en sentido contrario. O sea que el movimiento de los cuerpos individuales no distingue el pasado del futuro. No hay ninguna flecha del tiempo. ¿Por qué, pues, tenemos la sensación del paso del tiempo en un sentido determinado, yendo del pasado hacia el futuro, nunca al revés?
La respuesta a esta pregunta no nos la proporciona la mecánica sino la termodinámica. Si bien el movimiento de pocos cuerpos no distingue el signo en el tiempo, el movimiento de muchos cuerpos (o partículas) a la vez sí que lo hace (fig. 2). Este movimiento lleva a un desorden creciente en sus posiciones y velocidades, si no están ya desordenadas desde un principio. La razón de esta tendencia es puramente estadística: es más probable encontrar las posiciones y las velocidades de las partículas de un sistema desordenadas que ordenadas. Por lo tanto, los sistemas tienden a evolucionar hacia un mayor desorden. Por ejemplo, la evolución de un gas dentro de una caja cerrada a partir de una situación inicial en qué todas las moléculas se encuentran concentradas en un pequeño rincón es tal que poco a poco las moléculas tienden a moverse por todo el espacio disponible y con la energía mediana de todas ellas. Este es el estado de máximo desorden. Si nos pasaran la película de esta evolución marcha atrás, de seguido lo notaríamos porque el resultado final sería antinatural, a pesar de que desde un punto de vista meramente mecánico es posible. Esta tendencia de los sistemas de partículas cerrados hacia un mayor desorden es conocida en termodinámica como el aumento de entropía.
Es pues el aumento de entropía de los sistemas naturales cerrados el que origina la flecha del tiempo (Eddington, 1928). Todo sistema natural evoluciona hacia un estado de máxima entropía. Decimos que el sistema se relaja porque, al lograr el estado final de máximo desorden, pierde automáticamente el recuerdo de las condiciones iniciales más ordenadas. Entonces el sistema deja de evolucionar como si para él dejara de correr el tiempo.
Figura 2. En física, la flecha del tiempo aparece con la evolución de sistemas de muchas partículas y viene dado por el sentido temporal que lleva el sistema hacia un desorden creciente en las posiciones y velocidades de las partículas.
El ritmo del tiempo
¿Y a qué ritmo corre normalmente el tiempo? La respuesta es simple: al ritmo que impone el aumento de entropía. Los seres vivos son sistemas físicos que intercambian constantemente materia y energía con su entorno a través de reacciones bioquímicas complejas, lo cual produce un aumento continuo de entropía. Por este motivo, la vida comporta necesariamente un paso del tiempo, es decir, la evolución del sistema en un sentido temporal concreto. Cuando los seres vivos mueren, el sistema cerrado que los incluye tiende rápidamente a un máximo desorden y el tiempo deja de existir para ellos. Solo continúa existiendo para el resto del Universo que continúa evolucionando hacia una entropía creciente (Blum, 2015).
El ser humano, además de estar vivo, tiene memoria y conciencia de los cambios que percibe a su interior y sobre todo a su alrededor, la gran mayoría de los cuales representan un aumento de entropía para el Universo. Esto hace que tenga la sensación del paso del tiempo. Pero el ritmo al cual le parece que pasa es muy subjetivo. Proviene de su percepción de los cambios. Entre estos hay fenómenos cíclicos, como por ejemplo el día y la noche y la variación en la luz que esto comporta, los cuales permiten de sentir el paso del tiempo de forma relativamente objetiva. Los cambios internos son mucho más difíciles de percibir por lo cual, de no ser por los primeros, iríamos muy perdidos. Sería como estar ante una foto fija; nos costaría calibrar el paso del tiempo. Esto se ve claramente en el hecho de que gente que ha quedado enterrada por causa de una avalancha o de un terremoto o aislada en una mina pierde, en gran medida, la noción del tiempo transcurrido. El diferente grado de memoria o de conciencia de los cambios que se producen al entorno hace que el tiempo también transcurra a un ritmo diferente para los niños que para la gente mayor, a pesar de que los procesos bioquímicos que tienen lugar en ambos tipos de sujetos son muy parecidos. Cuando uno está aburrido porque le pasan pocas cosas o está esperando que se produzca un cambio deseado, también tiene la sensación que el tiempo corre lentamente.
Para estudiar los cambios en nuestro entorno de la forma más objetiva posible, es decir, para poder comparar la descripción que hacen diferentes observadores, los físicos emplean relojes, o sea máquinas cíclicas fácilmente reproducibles en que nada parece variar de un ciclo a otro. Esto nos permite suponer que el lapso de tiempo transcurrido en cada ciclo es el mismo y adoptarlo como patrón o unidad de tiempo. Algunos ejemplos de movimientos cíclicos utilizados como relojes a lo largo del tiempo son el movimiento del Sol alrededor de la Tierra, la oscilación de un péndulo de longitud dada, la frecuencia de la luz emitida por un átomo excitado concreto, etc.
El espacio-tiempo relativista
La comparación entre diferentes observadores nos lleva a preguntarnos si el tiempo corre para todo ellos al mismo ritmo. Como percibimos el espacio como homogéneo, el ritmo al cual transcurre el tiempo no puede depender de la posición del reloj —o del observador que lo lleva—. Pero, ¿y no podría depender de la velocidad a la cual se mueve el reloj? Esta posible dependencia es más difícil de percibir a través de nuestros sentidos. El que nos la hace rechazar es más bien un razonamiento: el principio de máxima simplicidad que siempre acompaña la teoría —la famosa navaja de Ockham—. Como nada hacía pensar el contrario, los físicos supusieron desde un buen principio que el tiempo tampoco dependía de la velocidad del reloj. Esta suposición es justamente la que nos lleva a creer que el tiempo y el espacio son independientes el uno del otro.
Galileo demostró que, si se da esta independencia, la velocidad de un objeto relativa a un observador que se mueve hacia él es igual a la suma de las velocidades —respecto a un sistema de referencia absoluto— del objeto y del observador. En cambio, si ambos se alejan, la velocidad relativa es igual a la diferencia de las dos velocidades absolutas. Esta manera de sumarse o restarse las velocidades es conocida como grupo de transformaciones de Galileo, en honor a su descubridor. Las velocidades parecen comportarse efectivamente de este modo. Esto hace, por ejemplo, que cuando un vehículo choca contra otro los daños sean mucho más grandes si ambos se movían en direcciones opuestas que si iban en la misma dirección. Los experimentos en el laboratorio confirman con mucha precisión esta relación entre velocidades, lo cual muestra que el tiempo no depende, efectivamente, de la velocidad del observador.
Tiempo y velocidad: relatividad especial
Pero las velocidades normalmente involucradas en los experimentos de laboratorio y en nuestra vida cotidiana no dejan de ser moderadas si las comparamos con la velocidad de la luz. En realidad, nada se oponía al hecho que el grupo de transformaciones de Galileo pudiera fallar para velocidades suficientemente grandes. De hecho, esto se hizo evidente con el descubrimiento de Maxwell de las leyes del electromagnetismo. En estas leyes la velocidad de la luz en el vacío es una constante independiente de las velocidades del emisor y del receptor. En otras palabras, la luz no cumplía la relación de Galileo entre velocidades. Einstein se dio cuenta que la única explicación posible a este fenómeno tan sorprendente era que, contrariamente al que se había supuesto hasta entonces, el tiempo que marca un reloj depende de su velocidad (Mould, 2002).
Así pues, el espacio y el tiempo no son magnitudes independientes; están relacionadas a través de la velocidad del observador. Por lo tanto, tenemos que abandonar la idea intuitiva de un espacio de tres dimensiones con la métrica plana de Euclides y un tiempo independiente de una dimensión. El espacio y el tiempo están ligados entre si y forman un espacio-tiempo con una métrica también plana, pero de cuatro dimensiones llamada métrica de Minkowski, la cual hace que la velocidad de la luz en el vacío medida por cualquier observador siempre sea igual a 300.000 km por segundo. Una consecuencia sorprendente de este fuerte vínculo entre espacio y tiempo es que el tiempo de un observador se estira o se contrae dependiendo de su velocidad comparada con la velocidad de la luz. Y esto no es todo. El espacio en un sistema en movimiento también se estira o se contrae dependiendo de su velocidad relativa al observador.
Normalmente los observadores que comparan sus medidas de tiempo y de espacio se mueven a velocidades pequeñas. Para estos observadores “habituales” es cómo si la velocidad de la luz fuera infinita y el espacio y el tiempo no estuvieran ligados. Pero en el caso de observadores con grandes velocidades las diferencias pueden llegar a ser notables. Así, cuanto más rápido se mueve un sistema relativamente a la velocidad de la luz más lentamente corre su tiempo y más se encoge su espacio a pesar de que él no nota ningún cambio. Esta ralentización o aceleración del tiempo que predice la relatividad especial de Einstein se comprueba empíricamente mediante relojes que durante un periodo se han movido a grandes velocidades (fig. 3). Por ejemplo, cuando uno de ellos se coloca dentro de un satélite en órbita a gran velocidad alrededor de la Tierra. Cuando lo recuperamos vemos que se ha retrasado. Otra consecuencia todavía más espectacular de este cambio de paradigma en nuestra concepción del espacio-tiempo es la famosa ley E=mc2 descubierta por Einstein que, como todo el mundo sabe, está en el origen de la energía nuclear vastamente utilizada.
Figura 3. Cuando la velocidad de un observador se acerca a la velocidad de la luz, su tiempo se ralentiza
su espacio se contrae respecto al de otro observador quieto. Ninguno de ellos nota, pero, ningún efecto si no hace la comparación.
Así pues, las nociones de espacio y tiempo son relativas —y no absolutas como creíamos— como consecuencia del hecho que dependen de la velocidad del observador respecto a la velocidad de la luz. ¿Por qué? No lo sabemos; solo sabemos que el universo funciona así. Ya he avisado de un buen principio que la física no nos dice por qué pasan las cosas sino como pasan. Aun así, para no defraudar el lector quiero hacer notar que, en el supuesto de que el espacio y el tiempo hubieran estado absolutos y no relativos, tampoco tendríamos ninguna explicación, aparte de parecernos más “natural”. En realidad, el espacio y el tiempo absolutos nos parecen más naturales o intuitivos solo porque, en nuestra vida cotidiana, solo experimentamos con pequeñas velocidades.
Tiempo y gravedad: relatividad general
Pero esta no ha sido la única sorpresa que nos ha regalado Einstein. Intentando derivar una ley de la gravitación que no dependiera de la aceleración del sistema de referencia como pasa, con la gravitación de Newton, Einstein también descubrió que, contrariamente al que se había creído hasta aquel momento, el espacio no era homogéneo, de forma que ¡el tiempo no sólo depende de la velocidad del observador, sino que también lo hace de su posición! La propiedad que modifica la homogeneidad del espacio, en esta teoría de la relatividad llamada general, es la gravedad (Ellis y Williams, 2000) (fig. 4).
Figura 4. La gravedad causada por la presencia de masa-energía curva el espacio-tiempo de forma que las líneas geodésicas (líneas más cortas entre dos puntos) que trazan las partículas a su alrededor se curvan.
Efectivamente, para Newton, el espacio era absoluto y homogéneo. Si contenía gravedad, aparecía una masa que curvaba la trayectoria de las partículas con masa. En cambio, para Einstein, la gravedad no era una masa añadida al espacio-tiempo sino que era inherente. En presencia de masa o energía que causan gravedad —recordamos que en relatividad la masa y la energía son equivalentes a través de la relación E=mc2—, el espacio-tiempo se curva y las partículas —con masa o sin— siguen líneas curvas. Es decir, la métrica del espacio-tiempo deja de ser minkowskiana. Y a causa de la curvatura más o menos marcada del espacio-tiempo según la cantidad de masa-energía que hay a cada lugar, el espacio deja de ser homogéneo. Cuanto más masa-energía o gravedad hay a un lugar, más lentamente corre el tiempo y más se encoge el espacio (Wheeler, 1990) (fig. 5).
Figura 5. La curvatura del espacio-tiempo debida a la gravedad hace que, donde esta es más intensa, el espacio se encoja y el tiempo se dilate respecto a lugares donde es más débil. Evidentemente el observador situado en cada lugar no nota ninguna diferencia si no hace la comparación.
Así pues, el tiempo que marca un reloj —o el ritmo de las reacciones bioquímicas de nuestro cuerpo— se alarga no solo cuando este se mueve a gran velocidad sino también cuando en el lugar donde hay el reloj la gravedad es más intensa y una alteración similar experimenta el espacio. En caso de campos gravitatorios débiles, la dilatación del tiempo y el encogimiento del espacio son tan pequeños que casi no hay ninguna diferencia. Pero en el caso de campos gravitatorios intensos, la diferencia puede ser muy notable. Por ejemplo, cerca de un agujero negro, el espacio-tiempo se curva mucho y el tiempo transcurre mucho más lentamente que para un observador lejano. De hecho, a una distancia del agujero negro que denominamos horizonte de sucesos, el tiempo se alarga infinitamente, motivo por el cual nada puede escapar, ni siquiera la luz, hacia el exterior. Por otro lado, dentro del horizonte de sucesos, ir hacia el centro es ir hacia el futuro y viceversa. De aquí que, a la famosa película de ciencia ficción —y no tanto de ficción— que lleva por nombre Interstellar (Thorne, 2014), cuando el astronauta después de haber penetrado en el horizonte de sucesos del agujero negro llamado Gargantua (fig. 6) se mueve hacia adentro o hacia fuera, avanza o retrocede en el tiempo de su hija en el exterior.
Figura 6. Imagen de Gargantua, el agujero negro de la película Interstellar. Cerca de él el tiempo se dilata, lo cual solo se nota en comparación con lo que pasa lejos. En su interior, el espacio y el tiempo aparecen como invertidos y discretizados.
El espacio-tiempo cuántico
Pero la física de los agujeros negros todavía nos guarda más sorpresas. Cuando cae materia dentro de un agujero negro y desaparece por siempre jamás del Universo, la masa, la energía y el momento angular del agujero negro aumentan de forma que estas cantidades se conservan como es habitual. Aun así, otras cantidades que aparecen en la física cuántica —los números cuánticos— que también se conservan en toda interacción dejan de hacerlo cuando hay materia que cae dentro de un agujero negro. Este es el caso, por ejemplo, del número de bariones (protones, neutrones, etc.) o de leptones (electrones positrones, neutrinos, etc.). Como que los agujeros negros no tienen ninguna propiedad que indique cuántos bariones o leptones ha atrapado, cuando cae materia a su interior, esta información se pierde, como si estas cantidades no se conservaran. Hay pues una inconsistencia entre la física cuántica y la gravitación que se manifiesta en los agujeros negros.
Este problema que tanto preocupa a los físicos en la actualidad muestra que la gravitación y por tanto el espacio-tiempo están íntimamente relacionados con la física cuántica, de forma que no podremos acabar de entender la una sin entender la otra. Esta idea está también magistralmente recogida en Interstellar. No olvidamos que el consejero científico de esta película, el profesor Kip Thorne, ha recibido junto con dos otros científicos el premio Nobel de física de este año por sus trabajos en relatividad general que han llevado a la detección de las ondas gravitatorias.
Así pues, parece que la física cuántica también tiene algo que decir sobre la estructura del espacio-tiempo. Todo lo que hemos ido explicando hasta ahora responde a la visión “clásica” de la física, inspirada en nuestra percepción del mundo macroscópico. Ciertamente el espacio-tiempo de la relatividad se aparta un poco de la imagen que nos da nuestra percepción. Ni el tiempo es independiente del espacio, ni ambas magnitudes son homogéneas. Pero esto se debe únicamente al hecho que, en nuestra vida cotidiana, no experimentamos velocidades suficientemente grandes ni campos gravitacionales suficientemente intensos. Aun así, nada nos hace dudar de la propiedad básica del espacio-tiempo: que se trata de una estructura continua. ¡Solo faltaría! pensaréis. Pues, como veremos a continuación incluso esta propiedad básica tambalea en la visión “cuántica” de la física.
Nuestra percepción de la realidad que nos rodea distingue entre partículas y ondas. En las primeras las magnitudes físicas como por ejemplo la masa, la energía o el momento angular que las caracterizan adoptan valores discretos. En cambio, en las ondas como por ejemplo la luz, estas magnitudes son continuas lo cual hace que produzcan fenómenos como la difracción o las bandas de interferencias imposibles de conseguir con las partículas. Aun así, el llamado efecto fotoeléctrico de la luz descubierto por Planck llevó a Einstein a tener que admitir que la luz también está cuantificada, es decir, formada por pequeños “cuánta” de energía, los fotones, que se comportan como partículas. El descubrimiento de los fotones abrió todo un nuevo campo de la física, la física cuántica, que ha permitido adentrarnos en el mundo absolutamente sorprendente del microcosmos (Liboff, 1980; McEvoy y Zarate, 2004).
Efectivamente, en el microcosmos todo se comporta como la luz. Según cómo una onda continua y según cómo un conjunto de partículas discretas. El microcosmos se caracteriza, además, por la famosa incertidumbre de Heisenberg. Las diferentes magnitudes físicas se agrupan por parejas tales que, dentro de cada pareja, los valores que adoptan no se pueden determinar simultáneamente con total precisión. Por ejemplo, si medimos la velocidad de una partícula con precisión, entonces su posición es incierta, y al revés. O si determinamos la energía de una partícula con precisión, no podemos determinar con certeza el momento en que toma aquel valor. Es esta incertidumbre la que está en el origen de la dualidad onda-partícula. Estos comportamientos aparentemente “antinaturales” del microcosmos se escapan de nuestra lógica adaptada a la percepción del mundo macroscópico. Aun así, los cálculos detallados que hacemos en física cuántica se comprueban de forma extremadamente rigurosa en el laboratorio (o acelerador de partículas).
La física cuántica es, por este hecho, extraordinariamente exitosa. Gracias a ella podemos describir tres de las cuatro interacciones naturales conocidas a partir de las propiedades de sus partículas portadoras. Estas interacciones son: la fuerza electromagnética, la nuclear débil y la nuclear fuerte. El fotón es la partícula portadora de la primera y otras partículas que no vienen a cuento son las portadoras de las otras dos interacciones. La única interacción que no sabemos describir de forma cuántica es justamente la gravitación. En principio también tendría que existir una partícula portadora de esta interacción, el gravitón, pero todavía no se ha detectado ni conocemos sus propiedades.
La relatividad general nos dice que el espacio-tiempo viene determinado por la gravedad. Por lo tanto, ¡tratar de forma cuántica la gravitación tendría que comportar la cuantización del espacio-tiempo! Así pues, parece que, contrariamente a lo que se ha creído siempre, el espacio-tiempo no es una estructura continúa, solo nos lo parece porque la contemplamos macroscópicamente, al menos fuera de un agujero negro. Por eso dentro de Gargantua, el espacio y el tiempo aparecen no solo invertidos sino también discretizados ya que la gravitación y la cuántica están íntimamente relacionadas.
En el Big bang, al inicio del Universo, el espacio y el tiempo deberían de estar cuantizados. Es más, como todavía no había partículas que pudieran interaccionar, la flecha del tiempo no podía existir y las tres dimensiones del espacio y el tiempo tenían que ser intercambiables. Esto explicaría por qué no podemos remontarnos en el tiempo más allá de la singularidad inicial: retroceder todavía más en el tiempo seria como ir arriba o abajo, a la derecha o a la izquierda, adelante o atrás. Solo cuando aparecieron las primeras partículas debería empezar la flecha del tiempo.
Ahora mismo, todo esto solo son suposiciones. La estructura cuántica del espacio-tiempo y su relación con la expansión del Universo todavía están para aclarar. El que sí que es seguro es que, cuando comprendamos el comportamiento cuántico de la gravedad, veremos cómo los conceptos de espacio y de tiempo en el microcosmos son muy diferentes de los que sugiere nuestra percepción. Probablemente escapen incluso a nuestra lógica como pasa en otros muchos aspectos de la física cuántica. Aun así, sabremos como funcionan realmente y que sucedió en el Big Bang.
Bibliografía
Blum, H.F. 2015. Time’s arrow and evolution. Princeton University Press.
Eddington, A. 1928. The nature of the physical world. Dent, London.
Ellis, G.F.R. i Williams, R.M. 2000. Flat and curved space-times. Oxford University Press.
Heràclit. 2001. Fragments: The collected wisdom of Heraclitus. Haxton, B. (traducció). Viking, The Penguin Group, New York. ISBN 0-670-89195-9
Liboff, R. 1980. Introductory quantum mechanics. Addison-Wesley, Reading. ISBN 978-0805387148
McEvoy, J.P. i Zarate, O. 2004. Introducing quantum theory. Totem Books. ISBN 1-84046-577-8.
Mould, R.A. 2002. Basic relativity. Springer-Verlag. ISBN 0-387-95210-1
Thorne, K. 2014. The science of interstellar. W. W. Norton & Company, ISBN 978-0393351378
Wheeler, J.A. 1990. A journey into gravity and spacetime. Scientific American Library. W. H. Freeman, San Francisco. ISBN 0-7167-6034-7
Sobre el autor
Eduard Salvador es astrónomo y catedrático del Departamento de Física Cuántica y Astrofísica en la Universidad de Barcelona. Es investigador en cosmología observacional y lidera el grupo de investigación en Formación y Evolución de Galaxias en el Instituto de Ciencias del Cosmos, donde estudia entre otros los procesos físicos que conducen a la formación de las galaxias y sistemas galácticos, la influencia del ambiente en sus propiedades y el agrupamiento gravitacional de la materia oscura.