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El premio Nobel para el descubrimiento de un gran agujero en el centro de la Via Láctea

Título
Artist’s impression of the gravitational redshift of S2 when passing the supermassive black hole at the centre of the Milky Way.
Créditos
© ESO/M. Kornmesser
Tipo
Divulgación científica
Autor
Jordi Miralda, ICREA-ICCUB
Fuente
Fecha
Idioma
CA

Si tenemos que seleccionar un descubrimiento científico que sea el más significativo de la década de 2011 a 2020 que ahora termina, tanto en física como en astronomía elegiríamos sin duda las ondas gravitatorias y los agujeros negros. La detección de ondas gravitatorias ya recibió un Premio Nobel en 2017, en reconocimiento de la meta alcanzada por la misión LIGO y la tecnología de la interferometría láser, que permitió percibir las minúsculas oscilaciones del espacio-tiempo cuando una onda gravitatoria se propaga a través de la Tierra. Aquel Premio Nobel celebraba también la primera aproximación al estudio de la gravedad de los agujeros negros cerca de su horizonte, allí donde la velocidad de los objetos en caída libre se acerca a la de la luz y las leyes de la relatividad general que la regulan se desvían en gran medida de lo que habría predicho la teoría de Newton. Las ondas gravitacionales nos han ofrecido la clave para observar la intimidad relativista de los agujeros negros en su acto más espectacular: la fusión de dos agujeros negros.

Ahora, en 2020, el Premio Nobel de Física otorgado a Roger Penrose, Reinhard Genzel y Andrea Ghez celebra nuevamente el descubrimiento de un agujero negro, uno que tenemos en el fondo de nuestro corazón. Y lo tenemos tan al fondo, que en realidad es justo en el fondo del todo de nuestro hogar galáctico: en el centro de nuestra galaxia. En este caso, en lugar de las ondas gravitacionales, se ha utilizado medidas astronómicas de precisión con grandes telescopios ópticos en la Tierra para seguir los movimientos de las estrellas que más se acercan al agujero negro. La tecnología clave ha sido la de la óptica adaptativa, que permite corregir la turbulencia de la atmósfera terrestre para captar en gran detalle el nido de estrellas que se mueven en la región central de la Vía Láctea.

 

 

Este Premio Nobel reconoce también el trabajo de un físico teórico, Roger Penrose, capital para poder predecir la existencia de agujeros negros en nuestro Universo. La historia de esta predicción comienza justo cuando Albert Einstein formuló la teoría fundamental que nos dejaría como legado: la Teoría de la Relatividad General, que describe la gravedad como una manifestación de la curvatura del espacio-tiempo. En 1915, el físico Karl Schwarzschild encontró una solución a las ecuaciones de Einstein para la gravedad de una masa puntual. Desgraciadamente, murió a los pocos meses de una enfermedad mientras estaba en el frente de guerra en Rusia.

La solución de Schwarzschild contiene una singularidad del espacio-tiempo, y una superficie que lo rodea a la cuál llamamos horizonte de eventos. Cualquier partícula (de materia o de luz) que se caiga en el interior de este horizonte ya no podrá escapar nunca más. Todas las trayectorias posibles la llevarán irremediablemente hacia la singularidad central, donde el tiempo físico se acaba cuando las fuerzas de marea se convierten en infinitamente grandes, transformando cualquier objeto en un espagueti infinitamente tumbado en la dirección radial y aplastado en las direcciones tangenciales. La solución de Schwarzschild, sin embargo, no parecía muy realista: suponía simetría esférica perfecta. Ya se sabe que los físicos, si tenemos que hacer un modelo de una vaca, empezamos suponiendo que la vaca es esférica para poder simplificar los cálculos, aunque esta aproximación no siempre nos lleve a predicciones realistas. La mayoría de físicos contémporanos de Schwarzschild pensaron que una estrella real jamás podría acabr como él proponía, en su solución con propiedades tan estrambóticas.

Más adelante, Robert Oppenheimer estudió el destino de las estrellas más masivas, aquellas que acaban la vida formando estrellas de neutrones que colapsan hasta densidades altísimas. Una masa de unas dos veces la del Sol se concentra dentro de un radio de poco más de 10 kilómetros, tan pequeño como pocas veces el radio de Schwarschild que corresponde a esta masa. En 1939, Oppenheimer dedujo que a partir de una cierta masa máxima, la estrella de neutrones ya no podría aguantar más su propio peso y se vería forzada a colapsar en un objeto, que podría ser como el propuesto por Schwarzschild. Otro descubrimiento importante vino del matemático neozelandés Roy Kerr, que en 1963 encontró una solución más completa a las ecuaciones de Einstein para la gravedad de una masa colapsada, aplicada a un agujero negro que se encontrase en rotación. La solución de Kerr ya no presentaba una simetría esférica y predecía diferencias importantes en el campo gravitatorio en función del giro del agujero negro. Se mantenían las sorprendentes propiedades de un horizonte de eventos dentro del cual ninguna partícula ni información de ningún tipo puede salir al universo exterior, y de una singularidad del espacio-tiempo en el interior de este horizonte.

Karl schwarzschild
Karl Schwarzschild
Oppenheimer
Robert Oppenheimer ©Getty Images

 

 

Todo esto dió una gran verosimilitud a la idea de que estas soluciones de la teoría de Einstein quizá se correspondían con objetos reales, agujeros negros que podían existir en el Universo. SIn embargo, la confirmación teórica de la importancia de estas soluciones, y la predicción definitiva de la existencia de los agujeros negros vino de la mano de Roger Penrose y Stephen Hawking, que demostraron en 1965 un importante teorema sobre las singularidades en la teoría de la Relatividad.

Dice su teorema que estas singularidades, lejos de ser un artefacto de soluciones especiales que eligen los matemáticos para poder simplificar sus cálculos, son en realidad una consecuencia inevitable del colapso gravitatorio de la materia. Esta singularidades se producen en el momento en que se llega más allá de un cierto estado de compresión; en concreto, cuando la velocidad de escape necesaria para poder huir de la gravedad de una estrella, medida desde su superficie, se acerca a la velocidad de la luz.

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Fue también durante la década de los 60 cuándo las observaciones astronómicas empezaron a descubrir objetos que podían ser una manifestación de fenómenos físicos asociados a agujeros negros. En 1963, Maarten Schmidt descubría los primeros cuásares, unas fuentes luminosas que parecían estrellas pero que, cuando se miraba su espectro, se deducía una distancia enorme por su brillo en el cielo. La luminosidad implicada era algo prodigioso nunca visto antes: los quásares son núcleos galácticos que pueden llegar a emitir más de mil veces la luz de toda una galaxia como la Vía Láctea. El espacio de donde surge la emisión de luz más intensa que observamos en todo el Universo -similar al tamaño de nuestro Sistema Solar-, es tan pequeño que el único mecanismo concebible para producir esta ingente cantidad de energía es la acreción de materia hacia un agujero negro de gran masa, millones de veces superior a la del Sol. Aunque un agujero negro no puede emitir luz desde el interior de su horizonte, si la materia de su alrededor cae hacia el agujero negro y se acerca bastante al horizonte se acelera en su caída hasta velocidades cercanas a la de la luz, y puede llegar a emitir una gran luminosidad desde el espacio cercano pero exterior al horizonte. Cuando la materia choca, se frena y forma un disco de acreción, buena parte de su masa en reposo es convertida en energía lumínica y emitida hacia el Universo distante.

Los astrónomos no tardaron en descubrir que aunque los quásares habían tenido una época de actividad muy elevada en el pasado de la historia del Universo, actualmente la mayoría están apagados. Un gran agujero negro en el núcleo de una galaxia, que una vez un quásar hizo vivir, puede quedar, por tanto, dormido y escondido cuando las condiciones físicas de la galaxia que lo rodea hacen que deje de caer en ella grandes cantidades de materia interestelar. Varias de las observaciones astronómicas, especialmente las obtenidas por el Telescopio Espacial Hubble explorando las velocidades de las estrellas en núcleos galácticos cercanos, fueron indicando que los núcleos de la mayoría de galaxias grandes alojaban probablemente agujeros negros de gran masa. Entre ellas, la galaxia de Andrómeda (nuestra vecina) y la Vía Láctea.

Maarten Schmidt Time
Portada de la revista TIME dedicada a la figura de Maarten Schmidt. ©Robert Vickrey

 

 

Para poder determinar la presencia de un objeto masivo en el centro de una galaxia, debemos medir la velocidad de estrellas que orbitan a varias distancias. Nuestro Sol orbita a 26 mil años luz del centro de la Vía Láctea y, moviéndose a unos 240 kilómetros por segundo, tarda unos 200 millones de años en dar la vuelta. La gravedad que mantiene al Sol en su órbita es la que proviene de la masa de la Vía Láctea (no sólo la del agujero negro central, muy pequeña en comparación). Si miramos las estrellas más cercanas al centro de la galaxia, hasta una distancia de unos 5 años-luz, las velocidades en sus órbitas son similares a la del Sol, lo que indica que la masa que las atrae está distribuida por el espacio de forma similar a las propias estrellas de la Vía Láctea. Pero si nos fijamos en estrellas situadas a menos de 5 años-luz del centro, vemos que sus velocidades orbitales son mayores cuanto más cerca están del centro. La masa que las mantiene en órbita se deduce de la medida de sus velocidades y radios orbitales: es una masa constante de un objeto situado en el centro.

A través de observaciones como éstas que los equipos científicos de  Reinhardt Genzel y Andrea Ghez han conseguido, con el uso de los grandes telescopios europeos en Chile y de los estadounidenses en Hawai, acumular a lo largo de los últimos 25 años la evidencia de la presencia de un agujero negro de 4,2 millones de masas solares en el centro de la Vía Láctea.Para poder observar las estrellas que se mueven en la zona central de la Vía Láctea hay que detectar luz infrarroja, dada la gran cantidad de polvo que nos tapa la visión del centro galáctico. En el infrarrojo, la absorción por polvo es menor que para la luz visible, y una parte de la luz infrarroja consigue atravesar el polvo y llegar hasta nuestros telescopios. Al principio, las observaciones nos mostraban sólo una luz difuminada cerca del centro galáctico proveniente de una gran concentración de estrellas, que no podíamos ver bien con la resolución de las imágenes ópticas que se obtienen desde la superficie de la Tierra. Pero la mejora progresiva de la tecnología de la óptica adaptativa a lo largo de los años ha permitido desentrañar en esta luz infrarroja cientos de estrellas y poder seguir sus órbitas. Esta investigación ha demostrado que las velocidades de las estrellas implican que la masa que les atrae es la de un objeto masivo central y enormemente concentrado, que sólo puede ser un agujero negro. La estrella más cercana al centro que se ha observado en detalle, la llamada S2, tiene un periodo orbital alrededor del agujero negro de sólo 16 años, llegando a acercarse hasta sólo 120 Unidades Astronómicas (o 120 veces la distancia de la Tierra al Sol). Observaciones detalladas de los últimos años han permitido determinar, además de la masa exacta del agujero negro, que la órbita de la estrella S2 precessiona tal y como lo predice la Relatividad, igual que el planeta Mercurio en su órbita alrededor del Sol, - lo que fse consideró como la primera prueba observacional exitosa de la teoría de Einstein de la gravedad.

 

 

Las observaciones del centro galáctico han dado un salto gigantesco con un nuevo instrumento, llamado GRAVITY, que se ha instalado en los telescopios del Observatorio Europeo del Sur, en los Andes chilenos. Mediante la técnica de interferometría que combina la luz de cuatro telescopios se ha conseguido revelar el movimiento de la materia en forma de plasma. Ésta és acretada hacia el agujero negro emitiendo llamaradas en el infrarrojo, llegando a la órbita estable más pequeña que rodea el agujero negro - a una distancia de menos de una Unidad Astronómica - justo antes de verterse definitivamente hacia el horizonte de eventos, donde desaparece para siempre. Esto demuestra definitivamente que el objeto central de la Vía Láctea, aquél que ata las estrellas a sus órbitas hasta 5 años-luz de distancia y capaz de tragarse el plasma que tiene más cerca, es un agujero negro de 4.2 millones de masas solares.

En los próximos años, todas estas medidas se verán mejoradas aún más con la observación de otras estrellas más cercanas al agujero negro. La más cercana, descubierta el año pasado, tiene un periodo de sólo 10 años y se acerca en el pericentro quedándose a tan sólo 18 Unidades Astronómicas del agujero negro. Asimismo, las observaciones de las llamaradas emitidas por el plasma que acreta el agujero negro también nos aportarán nueva información. En concreto, el descubrimiento más preciado sería que se pudiera detectar algún efecto en las órbitas bastante cercanas al centro, para poder distinguir un agujero negro de Schwarzschild perfectamente esférico de un agujero negro de Kerr en el cuál el campo gravitatorio gira y obliga la materia que cae a acompañarlo en su giro.

El Premio Nobel de 2020 conmemora unos descubrimientos que han cambiado para siempre la comprensión de nuestro Universo: los agujeros negros han dejado de ser elucubraciones teóricas con propiedades fantásticas. Ahora ya son objetos reales de nuestro Universo, con los que podemos observar fenómenos que nos conduzcan hacia los límites de las leyes físicas conocidas. Las paradojas que nos plantean los agujeros negros sobre la información que desaparece cuando cae algo a través del horizonte son preguntas fundamentales sobre hechos reales que observamos cada día. Si alguna crítica podemos hacer a la concesión de este Premio Nobel es que tal vez llega demasiado tarde, y que nos hubiera gustado que lo hubiese compartido Stephen Hawking, el gran físico que nos dejó en 2018 y que más ha sabido indagar en los secretos de los agujeros negros.

Gravity instrument
Instrumento GRAVITY instalado en los telescopios del Observatorio Europeo del Sur. ©ESO

 

Artículo publicado originalmente en Divulcat (en catalán). 

 


Sobre el autor

Jordi Miralda es profesor ICREA, astrónomo y director científico del Instituto de Ciencias del Cosmos. Doctor en Astrofísica por la Universidad de Princeton, retornó a Cataluña como profesor ICREA en 2005. Su investigación está centrada principalmente en el campo de la astrofísica teórica, y pretende dar explicaciones físicas sobre los fenómenos que observamos en el universo. Aunque sus intereses abarcan desde la formación de galaxias hasta la composición del Universo o la formación de los agujeros negros masivos, durante los últimos años ha centrado sus esfuerzos en estudiar la distribución a gran escala del gas intergaláctico a través los sondeos de cuásares. Actualmente, investiga sobre las técnicas que indagan en la naturaleza de la materia oscura.

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