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Un asteroide proveniente de una estrella lejana visita el Sistema Solar

Créditos
NASA
Tipo
Monográficos
A cargo de
Jordi Miralda, ICREA-ICCUB
Fecha
Idioma
CA

 

El Sistema Solar acoge un gran número de asteroides. La mayoría se desplazan entre las órbitas de Marte y Júpiter.

El primer asteroide fue descubierto en 1801; en 1900 ya se conocían cerca de 500, y actualmente las técnicas modernas para cartografiar el espacio han permitido descubrir centenares de miles. Uno de los telescopios que se ocupa de explorar el cielo, tomando imágenes de áreas extensas de forma frecuente y buscando el rastro luminoso que deja un asteroide en movimiento, es el PANSTARRS 1, situado en Hawái. El 20 de octubre el PANSTARRS detectó uno de los muchos asteroides que se descubren cada día, pero este en concreto presentaba un comportamiento muy peculiar y diferente de todos los otros: a medida que se obtenían observaciones para determinar su órbita, quedaba claro que el nuevo asteroide se movía mucho más deprisa que cualquier otro objeto conocido del Sistema Solar. Este movimiento tan rápido significaba que el nuevo asteroide, denominado A/2017 U1, no era un objeto del Sistema Solar, sino que venía de otra estrella.

 

Todos los objetos del Sistema Solar se mueven en órbitas elípticas, como enunció Kepler por primera vez en el siglo XVI. Este hecho es el resultado del movimiento bajo la atracción gravitatoria del Sol, tal como explicó Isaac Newton. A cierta distancia del Sol, hay una velocidad máxima a la cual puede moverse un objeto que siga una trayectoria elíptica. Si se moviera más deprisa, tendría que seguir una hipérbola, una trayectoria diferente que no es cerrada y que implica que el objeto se escaparía del Sistema Solar.

 

El Asteroide A/2017 U1 es el primer objeto que se ha observado moviéndose en una órbita hiperbólica alrededor del Sol. Llegó al Sistema Solar proveniente del espacio interestelar, con una velocidad de 26 kilómetros por segundo. Al acercarse al Sol se aceleró, logrando los 87 kilómetros por segundo en su máxima aproximación el 9 de septiembre, cuando se acercó más al Sol que el planeta Mercurio.

En su camino de salida se acercó a la Tierra durante el mes de octubre, cosa que lo hizo más fácilmente visible y permitió que fuera descubierto por el PANSTARRS. Aún así, las reducidas dimensiones del objeto, de sólo 400 metros de diámetro, hacen que se observe solamente como un punto de luz muy débil y difícil de detectar incluso en el tramo de su recorrido más cercano a la Tierra. Actualmente se está alejando, en su camino de retorno hacia la frialdad del espacio interestelar donde probablemente se estuvo miles de millones

de años antes de toparse por casualidad con el Sistema Solar.

 

Los astrónomos han estado pensando durante muchos años que, si la mayoría de las estrellas de la Vía Láctea formaran sistemas planetarios a su alrededor de una manera parecida a como los planetas se formaron alrededor del Sol, un gran número de pequeños asteroides tendrían que haber sido lanzados al espacio durante el proceso de formación planetaria.

Alrededor de estrellas jóvenes se han observado discos de gas y polvo protoplanetarios, donde creemos que los granos de polvo se van juntando gradualmente para formar cuerpos más grandes hasta llegar a ser asteroides. La continua coalescencia de estos asteroides llevaría finalmente a la formación de planetas más grandes, como la Tierra. Pero el descubrimiento de una amplia diversidad de planetas alrededor de muchas estrellas ha mostrado en los últimos años que la mayoría de sistemas planetarios tienen un aspecto

bastante diferente al de nuestro Sistema Solar: a menudo encontramos planetas tan masivos como Júpiter situados muy cerca de sus estrellas. Estos planetas extremadamente masivos no pueden estar hechos de material rocoso, sino que están hechos mayoritariamente de gas hidrógeno, y se tienen que formar lejos de la estrella, donde el

gas hidrógeno pueda ser acretado. Por este motivo los astrofísicos han hecho la hipótesis de que estos planetas masivos se han trasladado desde órbitas lejanas en un proceso denominado ‘migración radial’, situándose finalmente en pequeñas órbitas cerca de sus estrellas (a menudo más cerca de lo que se encuentra Mercurio del Sol).

 

La migración radial de planetas masivos puede ser producida por la interacción entre material del disco protoplanetario y el planeta. A medida que el gas, el polvo y las rocas en el disco se acercan al planeta masivo, el esparcimiento gravitacional de este material conduce a la pérdida de energía del planeta y a su desplazamiento hacia la estrella, mientras que los objetos dispersados ganan energía y se mueven hacia afuera. De hecho, algunas de las pequeñas rocas o asteroides que interactúan con el planeta pueden recibir grandes sacudidas para cambiar la velocidad, y ser directamente expulsadas del campo de atracción gravitatoria de su estrella. De esta forma, muchos asteroides pequeños pueden convertirse en trotamundos interestelares.

 

Este es el origen que parece más probable para la órbita hiperbólica del asteroide que se acaba de descubrir: posiblemente se formó alrededor de una de los ciento mil millones de estrellas que pueblan el disco de nuestra galaxia, cuando su estrella progenitora era muy joven y estaba rodeada por un disco protoplanetario que contenía un gran número de asteroides y en el que los planetas se formaban y migraban radialmente. De hecho, este asteroide, a pesar de haberse acercado mucho al Sol, no se ha transformado en cometa por evaporación de hielos en una cola cometaria, y por lo tanto, tendría que haber sido expulsado desde regiones próximas a la estrella, donde el calor impide la condensación del hielo y hace que los asteroides contengan únicamente material rocoso.

 

A lo largo de los 10 mil millones de años de historia de la Vía Láctea, las estrellas se han ido formando en su disco a un ritmo más o menos constante, y por tanto este asteroide puede haber sido expulsado de su estrella progenitora en cualquier momento aleatorio de los últimos 10 mil millones de años. La estrella de la cual proviene probablemente se encuentra muy lejos de nosotros en este momento, y el asteroide seguramente se ha pasado miles de millones de años en la soledad del espacio interestelar, orbitando varias veces alrededor de nuestra Galaxia. Esta historia es consistente con la velocidad de 26 kilómetros por segundo a la cual el asteroide se estaba moviendo cuando se acercó al Sol: es la típica diferencia de velocidades entre estrellas vecinas pertenecientes al disco de nuestra Galaxia. 

 

¿Qué probabilidad hay de que un asteroide perdido entre las estrellas se acerque tanto a la Tierra como se ha acercado A/2017 U1? La respuesta depende de cuántos de estos asteroides sean lanzados al espacio por cada estrella a lo largo de su periodo de vida. La estimación más optimista que podemos hacer es que cada estrella de la Vía Láctea se formó con un disco protoplanetario que contenía una masa parecida a la de la propia estrella, y que todo el polvo contenido en esta masa formó asteroides. Si una gran

parte de estos asteroides pueden acabar siendo expulsados en el espacio interestelar por planetas de tipo Júpiter durante el proceso de migración, se podría estimar que unos 1015 asteroides parecidos al A/2017 U1 serían expulsados por cada estrella. Con una población total de 1011 estrellas a la Vía Láctea, podríamos tener unos 1026 asteroides errantes con un diámetro de más de 400 metros orbitando por el disco de la Vía Láctea. Este número de asteroides interestelares implicaría que, en un momento cualquiera, habría unos cuántos pasando dentro de la órbita de Saturno (o una distancia del Sol 10 veces más grande que la órbita de la Tierra). Estos objetos serían extremadamente difíciles de detectar si no se acercan mucho a la Tierra, y con estas cantidades, quizás solamente un asteroide cada 30 años se acercaría tanto como lo ha hecho el A/2017 U1.

 

El descubrimiento de este asteroide en una órbita hiperbólica conlleva, por lo tanto, implicaciones profundas: primero, para que la probabilidad de toparse con este objeto sea razonable, la mayoría de estrellas tendrían que expulsar hacia el espacio una enorme cantidad de asteroides, con una masa total de material rocoso parecido al contenido actual en todos los planetas del Sistema Solar; segundo, si podemos mejorar nuestra

capacidad de rastreo para buscar asteroides más débiles que pasan por el Sistema Solar, tendríamos que descubrir muchos más. De hecho, se espera una gran mejora en nuestra capacidad para detectar asteroides débiles moviéndose a gran velocidad cuando el Large Synoptic Survey Telescope (LSST) empiece a observar todo el cielo cada 4 días, con una sensibilidad para detectar objetos que son 30 veces menos brillantes que el asteroide A/2017 U1 cuando estaba más próximo a nosotros.

 

La posibilidad de explorar en detalle estos asteroides visitantes provenientes de otras estrellas es del todo fascinante. La naturaleza nos ofrece una oportunidad fantástica para examinar la composición del material rocoso que hay en otras estrellas para crear planetas. Visitar directamente sistemas planetarios de otras estrellas no es factible con la tecnología actual, dadas las inmensas distancias que nos separan de las estrellas más próximas, pero podemos estudiar estos pequeños cuerpos provenientes otros sistemas planetarios

que están visitando nuestro Sistema Solar. En un futuro, podemos concebir poner naves espaciales orbitando el Sol en órbitas muy elípticas desde las cuales, tan pronto como se detecta un asteroide interestelar, se pueda cambiar de órbita para acercarse al asteroide, lanzarle un objeto duro y recoger una muestra de polvo del asteroide que se desprendiera después de la colisión a gran velocidad, y llevarnos de vuelta a la Tierra el polvo para analizarlo en detalle. Nos abriría una oportunidad fascinante para aprender sobre las variaciones en la composición de cada elemento y sus isótopos, y la formación de planetas alrededor de otras estrellas.

 

Mientras el asteroide A/2017 U1 continúa su camino más allá de la Tierra y del Sistema Solar, solo podemos esperar la apasionante ciencia que vendrá con el nuevo campo de la astronomía que se ha estrenado con este descubrimiento: la distribución espacial y la composición de los trotamundos interestelares.

 


Sobre el autor

Jordi Miralda es profesor ICREA, astrónomo y director científico del Instituto de Ciencias del Cosmos. Doctor en Astrofísica por la Universidad de Princeton, retornó a Cataluña como profesor ICREA en 2005. Su investigación está centrada principalmente en el campo de la astrofísica teórica, y pretende dar explicaciones físicas sobre los fenómenos que observamos en el universo. Aunque sus intereses abarcan desde la formación de galaxias hasta la composición del Universo o la formación de los agujeros negros masivos, durante los últimos años ha centrado sus esfuerzos en estudiar la distribución a gran escala del gas intergaláctico a través los sondeos de cuásares. Actualmente, investiga sobre las técnicas que indagan en la naturaleza de la materia oscura.

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